Porfirio Muñoz Ledo
02 de octubre de 2006
El poder del Estado que, en esta coyuntura, goza de mayor legitimidad es el Congreso de la Unión. Las partes en contienda y los grupos parlamentarios que las expresan reconocen que ambas cámaras son por hoy el único espacio para el diálogo y el acuerdo político.
En esa medida, el Poder Legislativo es el reducto del orden constitucional. El Congreso está destinado a jugar un papel fundamental en la solución de la crisis. No es presumible que pueda ser disuelto por un golpe de mano antes de la expiración de su mandato el último día de agosto de 2009.
Todo hace pensar, por el contrario, que la salida del conflicto transcurra por el cauce de la reforma de las instituciones políticas: esto es, de una nueva constitucionalidad.
Paradójicamente, el Congreso hereda un sólido desprestigio por la incapacidad de las legislaturas anteriores en la concreción de los cambios legales indispensables para la consolidación de la democracia. Ciertamente, la responsabilidad primordial en la promoción de esas reformas correspondía al primer Ejecutivo de la alternancia. Pero una vez que éste abdicó de su misión, los parlamentarios quedaron atrapados en la parálisis política y carecieron de la visión y la entereza para suplir el desistimiento presidencial.
Esta Legislatura, cuyo mandato enmarca el tiempo del conflicto, está obligada a ejercer en plenitud sus atribuciones.
Como lo proclamaba la Constitución precursora de 1814, "el cuerpo representativo de la soberanía del pueblo será el Supremo Congreso Mexicano".
Cualquiera que sea el resultado de la controversia sobre la legitimidad del Ejecutivo, ésta tendrá que expresarse en transformaciones radicales del orden jurídico vigente.
Ésa es la razón por la que no ha tenido eco alguno la propuesta formulada por el presidente designado por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.
Una vez zanjada la disputa por las parcelas de autoridad en el interior de las cámaras, éstas habrán de abocarse, en términos de urgencia, a la elaboración de una agenda legislativa que corresponda a la profunda erosión institucional que ha sufrido la República y a la necesidad de enderezar el rumbo de la política económica y social.
La primera de las cuestiones es la vigencia del presidencialismo. Parece indispensable modificar el régimen de gobierno con el propósito de asegurar la formación de mayorías estables.
No menos importante es la apertura del sistema mediante la adopción de fórmulas de democracia directa y participativa: el referéndum, el plebiscito, la iniciativa popular, la revocación del mandato y la responsabilidad ciudadana en la gestión de los asuntos públicos.
La descentralización del poder y la rendición de cuentas son igualmente necesarias para el establecimiento de un estado de derecho. Habría que atacar con seriedad la distribución de las competencias federativas y emprender una reforma municipalista de gran calado.
Resolver, a través de una Constitución del Distrito Federal, las contradicciones entre el gobierno federal y el de la capital. Urgentes son, en fin, las reformas pendientes a la administración de justicia y los controles efectivos sobre los actos de la autoridad.
La crisis ha revelado el carácter ineludible de las reformas electorales de tercera generación.
Lo esencial es atajar la influencia del poder económico en los comicios y la intromisión indebida de las autoridades sobre los órganos y procesos electorales.
También una revisión del contencioso que otorgue plena garantía constitucional al sufragio. La derogación de la reciente Ley de Radio y Televisión y la redefinición constitucional de los medios electrónicos son requisitos para la sobrevivencia de la democracia y el rescate de la ciudadanía.
Algunos aluden nuevamente a los pactos de la Moncloa y a los consensos que hicieron posible la transición española. Tal vez no haya todavía condiciones para una acuerdo de esa envergadura; pero el Congreso deberá enfrentar en el corto plazo las reformas que permitirían trascender el ciclo neoliberal.
Tanto la reforma energética como la fiscal y la laboral han de ser planteadas desde diferente perspectiva. Se trata de fortalecer la rectoría de la nación sobre sus recursos naturales, de modernizar el sector energético y de garantizar su autonomía financiera. Ello requiere un cambio profundo de los ordenamientos y las instituciones fiscales, de naturaleza
redistributiva.
La cuestión laboral abarca sin escapatoria la democracia sindical, la elevación del salario, la promoción del empleo, el rescate de la seguridad social y la reconstrucción del régimen de pensiones.
Muchos son los temas, en verdad estructurales, que debieran abordarse de inmediato. Entre otros, los relativos a la recuperación de la laicidad del Estado, a la ampliación y mejoramiento de la educación pública, a la revolución científica y tecnológica, la promoción de la cultura y la nacionalización de la política exterior; sin olvidar la renegociación de los tratados de comercio y la estrategia para una inserción diferente en la globalidad.
No habrá, sin embargo, solución posible para el país sin una revisión integral de la Constitución. Ése es el acuerdo primordial al que deben llegar las fuerzas políticas.
Al respecto hay suficiencia de estudios, agendas, iniciativas y aun consensos preliminares.
Lo que no se ha decidido es el método para emprenderla. Sobre todo, ha escaseado la voluntad de hacer gran política.
Si bien el Congreso es la sede principal para ese ejercicio, no deberíamos olvidar el derecho de iniciativa que corresponde a los congresos de los estados y la expectativa de los actores económicos y sociales; ni aunque el ejercicio originario de la soberanía reside en el pueblo. En tal virtud, el procedimiento que se adopte habrá de comprender a todos los interesados.
Es natural que se reabra el debate sobre la viabilidad de un Congreso constituyente; pero, salvo que llegásemos a una crisis mayor, serán válidos los argumentos en su contra que invocan la vigencia de los artículos 135 y 136 de la Constitución. Sin embargo, esas disposiciones no resuelven en definitiva la adopción del procedimiento más incluyente y expedito para una reforma de la dimensión que se requiere.
Habíamos propuesto en el 2000 la incorporación de un transitorio constitucional que determinara la creación de una comisión especial del Congreso responsable de elaborar el proyecto y de abrir la consulta con otros órdenes de gobierno y organizaciones civiles.
Ante el bloqueo legislativo propusimos, tres años más tarde, la creación de una comisión nacional en la que participasen representantes del Congreso de la Unión, de los congresos estatales y de los municipios, así como de los partidos políticos y especialistas calificados.
El resultado de esos trabajos sería sometido al Congreso para seguir el procedimiento previsto por la Constitución.
En las presentes circunstancias la movilización popular habrá de erigirse en el impulso mayor de las transformaciones.
La convención nacional democrática previó la celebración de un plebiscito para desencadenar el proceso.
En todo caso, es ésta una ocasión inmejorable para construir la unidad nacional desde la base.
Es el momento de restablecer la polis extraviada.