Gustavo Esteva
09/10/2006
Salidas del callejón
Persiste la tentación de imponer por la fuerza pública la voluntad federal sobre los pueblos de Oaxaca. En cualquier momento podría empezar el baño de sangre.
La Secretaría de Gobernación organizó el 4 de octubre una reunión para suscribir "un gran pacto por Oaxaca" y encontrar una salida política al callejón actual. No logró sus propósitos por la precipitación y desaseo de la convocatoria. Muchos participantes recitaron una letanía de quejas que terminaba siempre en la exigencia de represión. "Aquí no hay plazos fatales", tuvo que responder con molestia el secretario a un dirigente empresarial que le exigía enviar las fuerzas públicas antes de 48 horas.
Los dirigentes indios y los intelectuales que abandonaron la reunión cuando apenas comenzaba mostraron su falta de legitimidad: no estaban ahí los actores centrales del proceso en curso: la sección 22 y la APPO; tampoco los pueblos indios, que son mayoría en el estado. Con quienes asistieron a la reunión sólo podría suscribirse un pacto espurio de dominación sin sustento en la sociedad real, aunque haya entre ellos personas muy honorables y representativas.
Los violentos siguen así aumentando su presión desde las cúpulas del poder político y económico, y exigen respeto a las instituciones que ellos mismos socavan. No pueden ni quieren entender lo que ocurre.
Es cierto que hay en Oaxaca una insurrección popular que impide a quien se ostenta aún como gobernador ejercer sus funciones. Se han creado todas las condiciones técnicas para que el Senado decrete la "desaparición de poderes". Pero no se cumplen; en cambio, están las condiciones de "trastorno interior" que darían legalmente lugar a la intervención de la Secretaría de la Defensa.
Fueron los poderes constituidos del Estado quienes rompieron el orden constitucional y violentaron el estado de derecho. El autoritarismo y corrupción que los caracterizaron por muchos años llegaron recientemente a un extremo insoportable. No es de hoy la situación aberrante de que en Oaxaca no haya división de poderes o que la constitución tenga carácter monárquico y racista. En las manos de Ulises Ruiz, sin embargo, ese dispositivo autoritario se convirtió en instrumento de destrucción que afectó tanto la vida política y el tejido social de Oaxaca como su patrimonio histórico y natural.
Los pueblos se han levantado para defender lo que es suyo y contra el desorden prevaleciente. En vez de violar el orden constitucional y romper el estado de derecho, como se ha estado diciendo, su rebelión los está restableciendo. No lo hacen para volver a la "normalidad" previa, al régimen gangsteril y al Estado patrimonialista de los caciques, sino para crear un nuevo orden social: un auténtico estado de derecho.
Enviar la fuerza pública a Oaxaca haría saber a todos que los gobernantes actuales la usan para protegerse del pueblo. Que pueden cobijar desvergonzadamente a uno de ellos de la ira popular y el descontento general, sin importarles la cantidad y calidad de los atropellos que haya cometido. Que para eso emplean su monopolio legal de la violencia legítima.
La fuerza pública serviría también para recordar la relación entre protección y obediencia. El protego ergo obligo es el cogito ergo sum del Estado. Desde Hobbes la teoría política se sustenta en el principio de que el Estado debe inculcar en los ciudadanos "la relación mutua entre protección y obediencia". Ser obediente es el precio que debe pagarse por ser protegido. De eso trata la seguridad pública que ofrece el Estado: de convertir a los ciudadanos en súbditos.
En las circunstancias actuales, dar esta lección a los oaxaqueños sería peor que un crimen, un gravísimo error, por citar a los clásicos. No sólo incendiaría el Estado y causaría por años violencia incontenible. También provocaría el efecto contrario al buscado: en vez de suscitar obediencia y sumisión llevaría mucho más lejos, a planos más profundos, la rebelión actual.
Queda, sin embargo, una esperanza. Por muy buenas y sólidas razones, hay en Oaxaca una acumulación excepcional de sabiduría política. No se han puesto en juego todas las reservas disponibles. Algunas empiezan apenas a activarse. Aunque operan contra el tiempo, por la impaciencia de los violentos, aún pueden evitar la catástrofe.
Acaba de empezar, en Oaxaca, un diálogo sensato y honesto entre los actores reales, los verdaderos protagonistas. Tejen con valentía, a pesar de las circunstancias intimidantes, los consensos que pueden servir de escudo contra cualquier agresión. Ahí, en ese diálogo abierto y efectivamente democrático, en el que pueden basarse las transformaciones que hoy hacen falta, se encuentra la salida política que tantos dicen estar buscando.
09/10/2006
Salidas del callejón
Persiste la tentación de imponer por la fuerza pública la voluntad federal sobre los pueblos de Oaxaca. En cualquier momento podría empezar el baño de sangre.
La Secretaría de Gobernación organizó el 4 de octubre una reunión para suscribir "un gran pacto por Oaxaca" y encontrar una salida política al callejón actual. No logró sus propósitos por la precipitación y desaseo de la convocatoria. Muchos participantes recitaron una letanía de quejas que terminaba siempre en la exigencia de represión. "Aquí no hay plazos fatales", tuvo que responder con molestia el secretario a un dirigente empresarial que le exigía enviar las fuerzas públicas antes de 48 horas.
Los dirigentes indios y los intelectuales que abandonaron la reunión cuando apenas comenzaba mostraron su falta de legitimidad: no estaban ahí los actores centrales del proceso en curso: la sección 22 y la APPO; tampoco los pueblos indios, que son mayoría en el estado. Con quienes asistieron a la reunión sólo podría suscribirse un pacto espurio de dominación sin sustento en la sociedad real, aunque haya entre ellos personas muy honorables y representativas.
Los violentos siguen así aumentando su presión desde las cúpulas del poder político y económico, y exigen respeto a las instituciones que ellos mismos socavan. No pueden ni quieren entender lo que ocurre.
Es cierto que hay en Oaxaca una insurrección popular que impide a quien se ostenta aún como gobernador ejercer sus funciones. Se han creado todas las condiciones técnicas para que el Senado decrete la "desaparición de poderes". Pero no se cumplen; en cambio, están las condiciones de "trastorno interior" que darían legalmente lugar a la intervención de la Secretaría de la Defensa.
Fueron los poderes constituidos del Estado quienes rompieron el orden constitucional y violentaron el estado de derecho. El autoritarismo y corrupción que los caracterizaron por muchos años llegaron recientemente a un extremo insoportable. No es de hoy la situación aberrante de que en Oaxaca no haya división de poderes o que la constitución tenga carácter monárquico y racista. En las manos de Ulises Ruiz, sin embargo, ese dispositivo autoritario se convirtió en instrumento de destrucción que afectó tanto la vida política y el tejido social de Oaxaca como su patrimonio histórico y natural.
Los pueblos se han levantado para defender lo que es suyo y contra el desorden prevaleciente. En vez de violar el orden constitucional y romper el estado de derecho, como se ha estado diciendo, su rebelión los está restableciendo. No lo hacen para volver a la "normalidad" previa, al régimen gangsteril y al Estado patrimonialista de los caciques, sino para crear un nuevo orden social: un auténtico estado de derecho.
Enviar la fuerza pública a Oaxaca haría saber a todos que los gobernantes actuales la usan para protegerse del pueblo. Que pueden cobijar desvergonzadamente a uno de ellos de la ira popular y el descontento general, sin importarles la cantidad y calidad de los atropellos que haya cometido. Que para eso emplean su monopolio legal de la violencia legítima.
La fuerza pública serviría también para recordar la relación entre protección y obediencia. El protego ergo obligo es el cogito ergo sum del Estado. Desde Hobbes la teoría política se sustenta en el principio de que el Estado debe inculcar en los ciudadanos "la relación mutua entre protección y obediencia". Ser obediente es el precio que debe pagarse por ser protegido. De eso trata la seguridad pública que ofrece el Estado: de convertir a los ciudadanos en súbditos.
En las circunstancias actuales, dar esta lección a los oaxaqueños sería peor que un crimen, un gravísimo error, por citar a los clásicos. No sólo incendiaría el Estado y causaría por años violencia incontenible. También provocaría el efecto contrario al buscado: en vez de suscitar obediencia y sumisión llevaría mucho más lejos, a planos más profundos, la rebelión actual.
Queda, sin embargo, una esperanza. Por muy buenas y sólidas razones, hay en Oaxaca una acumulación excepcional de sabiduría política. No se han puesto en juego todas las reservas disponibles. Algunas empiezan apenas a activarse. Aunque operan contra el tiempo, por la impaciencia de los violentos, aún pueden evitar la catástrofe.
Acaba de empezar, en Oaxaca, un diálogo sensato y honesto entre los actores reales, los verdaderos protagonistas. Tejen con valentía, a pesar de las circunstancias intimidantes, los consensos que pueden servir de escudo contra cualquier agresión. Ahí, en ese diálogo abierto y efectivamente democrático, en el que pueden basarse las transformaciones que hoy hacen falta, se encuentra la salida política que tantos dicen estar buscando.
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