SIN CAMBIO EN LO SOCIAL NO HABRA SOLUCION AL CONFLICTO
ConsunciónPablo Marentes
05 de septiembre de 2006
El choque de trenes prefigurado en 1994 con motivo de la consolidación de la oposición perdurable en México no ocurrió entonces porque el presidencialismo -todopoderoso, arbitrario, amenazador, ejecutor indisputable de sus particulares decisiones, emasculador de corrientes de opinión contrarias a sus designios- continuaba inalterado. El partido en el poder era el suyo. El otro partido, cuyo candidato sería el triunfador en el 2000, se había consolidado como un grupúsculo concertador de las dóciles acciones de históricos oportunistas.
Los presidentes saliente y entrante, en sus respectivos momentos, asumieron sincrónicamente el puesto, y el mando personal sobre las Fuerzas Armadas nacido de él. Como "jefe nato", cada uno dispuso de un pequeño ejército de élite: su Estado Mayor Presidencial, el cual emplearon de manera personalísima para sus propósitos y caprichos. Habría que agregar que el Estado Mayor Presidencial ha existido en contradicción discreta -hoy cada vez más abierta- con los mandos superiores del ejército regular, institucional, republicano, profesionalizado.
Ambos presidentes blandieron -como sus antecesores- facultades más allá de la Constitución relacionadas con la procuración de justicia, la configuración arbitraria de tipos delictivos, el ejercicio de la acción penal, el arbitraje comercial, la autorización de monopolios de importación y exportación, de distribución dentro del territorio nacional de alimentos producidos aquí y provenientes del exterior y de otorgamiento de concesiones para la explotación comercial de frecuencias de radio y televisión.
Fueron también únicos intérpretes del funcionamiento de las economías nacional e internacional, augures de las inversiones públicas y privadas directas, certeros fijadores de paridades monetarias y árbitros indiscutidos de conflictos laborales e interempresariales. Estas artes y capacidades de mando, de arbitraje, de concesión, y anticipatorios, eran alimentadas por las élites empresariales y del dinero que comenzaron a penetrar el Estado en 1950.
El pasado viernes 1 de septiembre, cesó la existencia del presidencialismo institucional perfecto, imbatible, instaurado en 1946. El presidencialismo se robustecía con el acatamiento de un protocolo de cortesías y urbanidad, de candor, recato, pudor político, decoro y de comportamientos personales que implicaban el reconocimiento de la variedad y complejidad de las facultades enarboladas por el presidente de una nación compleja, cultural y existencialmente.
La falta de cortesía, urbanidad, candor, recato, pudor, decoro y respeto, evidente en el comportamiento del actual presidente, de su familia, de la mayoría de los miembros de la directiva de su partido, de su círculo rojo, de su gabinete y sus amistades, frente a sus adversarios y en sus afectadas interlocuciones con el pueblo llano, amplificaron durante los últimos seis años los factores del presidencialismo exacerbado. La última etapa de su consunción comienza con la extenuación de su último soporte vital: el rito glorificador de un individuo sobre la sociedad a la que hostigaba: el Informe.
Los exhortos para resolver la crisis dentro de las "instituciones" son un contrasentido. Esos modos de hacer cosas -que las instituciones no son otra cosa- pertenecen a una etapa de nuestra historia política y social. Los factores de la actual crisis provienen de una injusta distribución de oportunidades, que al agudizarse en los últimos 40 años ha dado origen a una de las sociedades contemporáneas más injustas. Al poner en marcha el cambio social, se pondría en marcha la solución organizada del conflicto. Los actores políticos conocen el conjunto de cambios indispensables. Desatarlos supone decisiones civiles. Suya es la responsabilidad de optar por éstas. Y dejar a un lado las militares y las policiacas.
Profesor de la FCPyS de la UNAM
05 de septiembre de 2006
El choque de trenes prefigurado en 1994 con motivo de la consolidación de la oposición perdurable en México no ocurrió entonces porque el presidencialismo -todopoderoso, arbitrario, amenazador, ejecutor indisputable de sus particulares decisiones, emasculador de corrientes de opinión contrarias a sus designios- continuaba inalterado. El partido en el poder era el suyo. El otro partido, cuyo candidato sería el triunfador en el 2000, se había consolidado como un grupúsculo concertador de las dóciles acciones de históricos oportunistas.
Los presidentes saliente y entrante, en sus respectivos momentos, asumieron sincrónicamente el puesto, y el mando personal sobre las Fuerzas Armadas nacido de él. Como "jefe nato", cada uno dispuso de un pequeño ejército de élite: su Estado Mayor Presidencial, el cual emplearon de manera personalísima para sus propósitos y caprichos. Habría que agregar que el Estado Mayor Presidencial ha existido en contradicción discreta -hoy cada vez más abierta- con los mandos superiores del ejército regular, institucional, republicano, profesionalizado.
Ambos presidentes blandieron -como sus antecesores- facultades más allá de la Constitución relacionadas con la procuración de justicia, la configuración arbitraria de tipos delictivos, el ejercicio de la acción penal, el arbitraje comercial, la autorización de monopolios de importación y exportación, de distribución dentro del territorio nacional de alimentos producidos aquí y provenientes del exterior y de otorgamiento de concesiones para la explotación comercial de frecuencias de radio y televisión.
Fueron también únicos intérpretes del funcionamiento de las economías nacional e internacional, augures de las inversiones públicas y privadas directas, certeros fijadores de paridades monetarias y árbitros indiscutidos de conflictos laborales e interempresariales. Estas artes y capacidades de mando, de arbitraje, de concesión, y anticipatorios, eran alimentadas por las élites empresariales y del dinero que comenzaron a penetrar el Estado en 1950.
El pasado viernes 1 de septiembre, cesó la existencia del presidencialismo institucional perfecto, imbatible, instaurado en 1946. El presidencialismo se robustecía con el acatamiento de un protocolo de cortesías y urbanidad, de candor, recato, pudor político, decoro y de comportamientos personales que implicaban el reconocimiento de la variedad y complejidad de las facultades enarboladas por el presidente de una nación compleja, cultural y existencialmente.
La falta de cortesía, urbanidad, candor, recato, pudor, decoro y respeto, evidente en el comportamiento del actual presidente, de su familia, de la mayoría de los miembros de la directiva de su partido, de su círculo rojo, de su gabinete y sus amistades, frente a sus adversarios y en sus afectadas interlocuciones con el pueblo llano, amplificaron durante los últimos seis años los factores del presidencialismo exacerbado. La última etapa de su consunción comienza con la extenuación de su último soporte vital: el rito glorificador de un individuo sobre la sociedad a la que hostigaba: el Informe.
Los exhortos para resolver la crisis dentro de las "instituciones" son un contrasentido. Esos modos de hacer cosas -que las instituciones no son otra cosa- pertenecen a una etapa de nuestra historia política y social. Los factores de la actual crisis provienen de una injusta distribución de oportunidades, que al agudizarse en los últimos 40 años ha dado origen a una de las sociedades contemporáneas más injustas. Al poner en marcha el cambio social, se pondría en marcha la solución organizada del conflicto. Los actores políticos conocen el conjunto de cambios indispensables. Desatarlos supone decisiones civiles. Suya es la responsabilidad de optar por éstas. Y dejar a un lado las militares y las policiacas.
Profesor de la FCPyS de la UNAM
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